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sábado, 28 de septiembre de 2013

RESURREXIT


Recorrer los caminos y detenerse cuando el corazón palpita es una forma maravillosa de encontrar tesoros escondidos. En mi último viaje a San Luis, transitando por la ruta 188, me tomé unos instantes para entrar a la localidad de Quetrequén, un pequeño poblado del norte pampeano donde el silencio invita a la reflexión. 
En esa siesta típica de los norteños, tan alejados de los grandes centros urbanos, donde aún puede disfrutarse del canto de los pájaros y del inigualable sol del otoño y del saludo amable de algún habitante del lugar, divisé la imponente torre de la Capilla.
Allí estaba, frente a la plaza, inmutable y mayestática, como hace 103 años, cuando abrió sus puertas por primera vez. Erguida y estoica, habiendo sobrevivido dos incendios, con sus delicadas y maravillosas líneas arquitectónicas. Su atrio, amplio y generoso, enmarcado por una especie de arco enrejado, casi simulando dos brazos que se abren para recibir al fiel que cada día acude a ella o al visitante ocasional, como yo, que se llega por primera vez a admirarla, casi con una mezcla de emoción e incredulidad.
Una gran obra, en un pequeño pueblo de apenas 300 habitantes que se han puesto bajo el cuidado y la protección de Santa Teresa de Ávila. Me acerco a la puerta de ingreso y compruebo con pesar que el templo está cerrado y sus puertas atadas con una gruesa cuerda que, permite entreabrirlas y observar el lamentable estado de deterioro en el que se encuentra. Son los momentos donde la emoción y la sorpresa se trocan en indignación y dolor. Sin embargo, siempre guardo la esperanza, en un rincón del corazón, que algún día, aprendamos a valorar, cuidar y recuperar este legado que nos han dejado nuestros antepasados, que con un enorme esfuerzo, grandes sacrificios e innumerables renuncias, levantaron estos monumentos que trascienden la fe religiosa y la confesión de un credo y que son parte de nuestra historia, de nuestro acervo cultural y de nuestro patrimonio arquitectónico.
La Iglesia de Quetrequén nos pertenece. Su simulado reloj en lo alto de la torre intenta detener el tiempo, que es tirano y cruel. Sus vitrales, su retablo y sus imágenes, mudos testigos de las alegrías, dolores, triunfos y derrotas de un pueblo que forjó con trabajo una provincia pujante, nos interpelan. Mi más profundo deseo que que este antiguo templo inaugurado en 1910, que no pudo ser destruido por el tiempo ni por las voraces llamas del fuego, no sea destruido por nuestra indiferencia y nuestra decidia, sino que pueda volver a lucir su antiguo esplendor.